Cuando era
pequeño, mi padre lo sabía todo. El racimo de imágenes congeladas es abrumador.
Me veo aquella tarde de invierno, con un cuaderno, el destartalado reloj, y mi padre enseñándome cómo se leían las horas y minutos.
Me veo en el río, en Agosto, aprendiendo a nadar. Recuerdo cómo me sujetaba y cuando yo estaba desprevenido me soltaba y se reía.
Me acuerdo de cómo me hablaba de política. Veo su orgullo y mi deseo de no defraudarle.
Normalmente con el paso del tiempo, los padres siempre se ven desilusionados a causa de la conducta de sus hijos. En mi caso, fue mi padre el que me decepcionó primero.
Y a aquel que me había enseñado y educado, le sumaron los años y envejeció. Fue entonces cuando nos perdonamos los mutuos desencantos.
Ahora yo enseñaba, ahora yo le miraba con benevolencia, y una dispendiosa paciencia.
Desmitificado, más humano, más comprensible y quizá por eso más lejano.
No hace falta ser padre o madre, para comprender qué oficio tan ingrato es. No tengo hijos, ni seguramente los tenga. Pero ahora comprendo esas soledades que los padres arrastran a causa de sus vástagos.
El otro día mi padre lloraba. El otro día tenía miedo de que le ingresáramos en una asilo, tenía miedo de que su cabeza le siguiera fallando.
Me llamó al trabajo, a primera hora. Se había quedado sólo en casa. Me dijo, me preguntó, entre hipos --apenas podía entenderle-- que yo no le haría tal cosa, ¿verdad?
Le tranquilicé. Después llamé a mi hermana y hablamos.
¡Qué vida! Vida que te obliga a llamar a un hijo, y a preguntarle invadido por el miedo si te piensan abandonar como a un perro.
El otro día me preocupé, pero el trabajo me absorbió y como no era la primera vez que me llamaba, lo dejé correr.
Le he estado dando vueltas, no sé cómo he llegado hasta aquí. Ahora mismo me duele y lloro.
Y no porque sea mi padre, sino porque precisamente le veo como a un ser humano asustado, que ni en sus hijas o esposa puede confiar. Triste.
¡Se ha ido deteriorando tanto con el tiempo!
Pero sobre todas las cosas, lo que más me lastima es ver lo infeliz que es.
Yo poseía la absurda idea, de que la vejez traía consigo serenidad y sabiduría. He leído muchas novelas.
Lo que está claro es que en la mayoría de los casos, lo único que trae es una acentuación exagerada de los defectos.
Trae un saco de frustraciones, pérdidas, dolores físicos, miedos, y una incógnita aplastante, solitaria, ignorada, maldita, sobre la muerte.
Demasiados
adjetivos. Acabo de dejar de hablar de él, para en realidad empezar a hablar de
mí mismo.Me veo aquella tarde de invierno, con un cuaderno, el destartalado reloj, y mi padre enseñándome cómo se leían las horas y minutos.
Me veo en el río, en Agosto, aprendiendo a nadar. Recuerdo cómo me sujetaba y cuando yo estaba desprevenido me soltaba y se reía.
Me acuerdo de cómo me hablaba de política. Veo su orgullo y mi deseo de no defraudarle.
Normalmente con el paso del tiempo, los padres siempre se ven desilusionados a causa de la conducta de sus hijos. En mi caso, fue mi padre el que me decepcionó primero.
Y a aquel que me había enseñado y educado, le sumaron los años y envejeció. Fue entonces cuando nos perdonamos los mutuos desencantos.
Ahora yo enseñaba, ahora yo le miraba con benevolencia, y una dispendiosa paciencia.
Desmitificado, más humano, más comprensible y quizá por eso más lejano.
No hace falta ser padre o madre, para comprender qué oficio tan ingrato es. No tengo hijos, ni seguramente los tenga. Pero ahora comprendo esas soledades que los padres arrastran a causa de sus vástagos.
El otro día mi padre lloraba. El otro día tenía miedo de que le ingresáramos en una asilo, tenía miedo de que su cabeza le siguiera fallando.
Me llamó al trabajo, a primera hora. Se había quedado sólo en casa. Me dijo, me preguntó, entre hipos --apenas podía entenderle-- que yo no le haría tal cosa, ¿verdad?
Le tranquilicé. Después llamé a mi hermana y hablamos.
¡Qué vida! Vida que te obliga a llamar a un hijo, y a preguntarle invadido por el miedo si te piensan abandonar como a un perro.
El otro día me preocupé, pero el trabajo me absorbió y como no era la primera vez que me llamaba, lo dejé correr.
Le he estado dando vueltas, no sé cómo he llegado hasta aquí. Ahora mismo me duele y lloro.
Y no porque sea mi padre, sino porque precisamente le veo como a un ser humano asustado, que ni en sus hijas o esposa puede confiar. Triste.
¡Se ha ido deteriorando tanto con el tiempo!
Pero sobre todas las cosas, lo que más me lastima es ver lo infeliz que es.
Yo poseía la absurda idea, de que la vejez traía consigo serenidad y sabiduría. He leído muchas novelas.
Lo que está claro es que en la mayoría de los casos, lo único que trae es una acentuación exagerada de los defectos.
Trae un saco de frustraciones, pérdidas, dolores físicos, miedos, y una incógnita aplastante, solitaria, ignorada, maldita, sobre la muerte.
¿Te has dado cuenta, no?
Eso es algo en común a toda la humanidad: los padres y la muerte. Principio y fin. (¡menuda brillante idea!)
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