Mi percepción a medida que envejezco es que no hay años malos.
Hay años de fuertes aprendizajes y otros que son como un recreo, pero malos no
son. Creo firmemente que la forma en que se debería evaluar un año tendría más
que ver con cuánto fuimos capaces de amar, de perdonar, de reír, de aprender
cosas nuevas, de haber desafiado nuestros egos y nuestros apegos.
Por eso, no debiéramos tenerle
miedo al sufrimiento ni al tan temido fracaso, porque ambos son sólo instancias
de aprendizaje.
Nos cuesta mucho entender que
la vida y el cómo vivirla depende de nosotros, el cómo enganchamos con las
cosas que no queremos, depende sólo del cultivo de la voluntad. Si no me gusta
la vida que tengo, deberé desarrollar las estrategias para cambiarla, pero está
en mi voluntad el poder hacerlo.
“Ser
feliz es una decisión”, no nos olvidemos de eso. Entonces, con
estos criterios me preguntaba qué tenía que hacer yo para poder construir un
buen año porque todos estamos en el camino de aprender todos los días a ser
mejores y de entender que a esta vida vinimos a tres cosas:
1.
A aprender a amar.
2.
A dejar huella.
3.
A ser felices.
Crear calidez dentro de
nuestras casas, hogares, y para eso tiene que haber olor a comida, cojines
aplastados y hasta manchados, cierto desorden que acuse que ahí hay vida.
Nuestras casas independientes
de los recursos se están volviendo demasiado perfectas que parece que nadie
puede vivir adentro.
Tratemos de crecer en lo
espiritual, cualquiera sea la visión de ello. La trascendencia y el darle
sentido a lo que hacemos tiene que ver con la inteligencia espiritual. Tratemos
de dosificar la tecnología y demos paso a la conversación, a los juegos
“antiguos”, a los encuentros familiares, a los encuentros con amigos, dentro de
casa. Valoremos la intimidad, el calor y el amor dentro de nuestras familias.
Si logramos trabajar en estos puntos y yo me comprometo a intentarlo, habremos
decretado ser felices, lo cual no nos exime de los problemas, pero nos hace
entender que la única diferencia entre alguien feliz o no, no tiene que ver con
los problemas que tengamos sino que con la ACTITUD con la cual enfrentemos lo
que nos toca.
Dicen que las alegrías, cuando
se comparten, se agrandan. Y que en cambio, con las penas pasa al revés. Se
achican.
Tal vez lo que sucede, es que
al compartir, lo que se dilata es el corazón.
Y un corazón dilatado esta
mejor capacitado para gozar de las alegrías y mejor defendido para que las
penas no nos lastimen por dentro.
Por MAMERTO MENAPACE
Monje Benedictino
Monje Benedictino
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